El glamur de la duda

El glamur de la duda

Muchos teólogos modernos incentivan la duda y ponen en jaque la calificación de la Biblia como Palabra de Dios. (Foto: Shutterstock)

Está de moda hablar en contra de doctrinas y seguridades de las verdades existenciales. Dudar es hoy una virtud, una señal de inteligencia. Si un cristiano declara: “¡Yo sé, yo creo y estoy seguro!” será denunciado rápidamente como una persona arrogante y hasta opuesto a la fe pura que solo puede  encontrarse en la experiencia de vida.

El argumento existencialista es que la vida desafía a la teología. Pero, al final de su vivencia, cuando la vida desafía su teología, Pablo afirma que sabe en quien ha creído, y está seguro de que Dios es poderoso (2 Tim. 1:12).

Conocimiento y fe

El apóstol une la fe al conocimiento doctrinario (1 Tim. 4:16; 2 Tim. 1:5, 13), y no tiene la experiencia de vida como base. Fe y doctrina están en la misma fase, porque quien se desvía de la verdad doctrinaria pervierte la fe (2 Tim. 2:18); tiene la mente depravada, y es reprobado en la fe (2 Tim. 3:8). No saber o saber algo equivocado afecta la fe.

El motivo es sencillo: usted cree basado en algún conocimiento. Nadie cree basado en nada. Las “Sagradas Escrituras, […] te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Tim. 3:15), y por eso, un predicador debe tener mucho cuidado con la doctrina, ya que afecta la salvación de los oyentes (1 Tim. 4:16).

¿Cómo debemos reaccionar ante lo que no entendemos, lo insondable? ¿Incredulidad? ¡Jamás! Ante lo incomprensible, la reacción de Pablo fue adoración fundada en lo que él sabía (Rom. 11:33-36).

Pero ¿y cuándo no creemos?

En el libro Em favor da Dúvida [En favor de la duda], Peter Berger defiende que es saludable la armonía entre inseguridades y convicciones, especialmente frente a las amenazas del totalitarismo y del fundamentalismo religioso. Tal vez él tenga algo de razón: hay espacio para la duda.

¿Jesús trata con nuestras dudas e incredulidades? Sí. Después de la resurrección, Jesús enfrentó la duda de Tomás y, cuando reunió a sus discípulos antes de la ascensión, “algunos dudaban” (Mateo 28:17). Dios nos da evidencias suficientes para fundamentar nuestra fe, pero no aparta la posibilidad de la duda.

Sin embargo, una generación adicta a la desconstrucción y las novedades no se contenta con mantener la duda como una posibilidad en el horizonte. Muchos están “buscando clavos para colgar sus dudas y andan buscando alguna excusa para rechazar la luz del cielo” (El evangelismo, p. 431).

Con frecuencia, los apóstoles de la duda, en sus sermones ambiguos, tienen como objetivo la Biblia. No hay nada que Satanás desee más, desde el Edén, que destruir la confianza en la Palabra de Dios. Él es el general del gran ejército de los que dudan y dicen: “Nuestra fe está dirigida a una persona y no a un libro”. Está bien. Pero, si eso es verdad, entonces tienen que escuchar a esa persona divina que habla a través de un texto. No tiene sentido decir “yo creo en usted, pero no en lo que usted dice”. La fe no nos autoriza a sembrar dudas sobre las “sagradas letras”.

Los discípulos de Jesús deben tener “compasión de los que dudan” (Judas 1:22). Los que dudan no son ejemplos para seguir. Son el blanco de nuestra compasión, no de nuestra admiración. La orden de Jesús es la misma dada a Tomás: “No seas incrédulo, sino creyente” (Juan 20:27). En algún lugar de la Biblia hay elogios a quien no cree. Al atender el pedido vacilante de un padre (“ayuda mi incredulidad” [Mar. 9:24 b]), Jesús respondió a una fe todavía principiante, inmadura y débil, pero era fe (“yo creo” Mar. 9:24 a).  

¿Podemos tener certezas?

Pablo dijo “estoy seguro” (2 Tim. 1:12). El verbo griego aquí describe el estado de alguien convencido, inducido a la convicción. Muchos teólogos del siglo XXI, considerando esta postura inadecuada, comenzaron a elogiar la duda y demonizar la certeza. Dicen: “Debe nacer una teología de la duda”; “Es necesario hacer morir la teología de las certezas”; “La fe no es certeza, pero es la duda la que nos lleva más allá”. Irónicamente, todos esos teólogos están convencidos de eso.

Al contrario de lo que sugieren exégesis innovadoras y creativas, “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb. 11:1). La esencia de ese texto no es duda o incredulidad. Ese texto jamás sería representado por algo líquido o gelatinoso. Es una roca sólida.

Los evangelios fueron escritos “para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido” (Luc. 1:3, 4). Son la “historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas” (Luc. 1:1). Y la fe es la convicción de los hechos. No es arrogancia o pretensión buscar la certeza en la revelación.

Los evangelios también fueron escritos “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31). El texto sagrado existe para que usted llegue a ser un creyente convencido.

Se nos estimula a tener “plena certeza de la esperanza” (Heb. 6:11). Podemos entrar en el Santuario celestial “teniendo libertad” “en plena certidumbre de fe”, manteniendo “firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (Heb. 10:19-23).

La Biblia dice “con certeza” que Jesús es el Señor y Mesías (Heh. 2:36). Jesús resucitó para dar “certeza [o garantía] a todos” de que Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia” (Hech. 17:31). El evangelio llega “en plena certidumbre” (1 Tes. 1:5). Mire ese lenguaje. No es un lenguaje hipotético, flácido, de “puede ser que”, o de “tal vez”.

Un monumento a la convicción

Nosotros no somos existencialistas que ofrecen un sentido artificial para la vida de las personas. Nosotros buscamos saber, creer y tener certezas bien fundamentadas en las Escrituras, y no en nuestras experiencias de vida.

Al final de su vida, Pablo todavía tenía muchas preguntas sin respuestas. ¿Por qué el Señor permitiría que él muriera? La respuesta es “no sé”. Pero él tiene convicciones todavía más fuertes. Porque sin convicciones nadie ofrece su cuello al verdugo para ser decapitado.

Él dice: “Por lo cual [el evangelio] asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Tim. 1:12). Aquí usa tres palabras en la misma sentencia: Yo “sé” “he creído” y estoy “seguro”.

¡La última carta de Pablo es un monumento a la convicción!

Escrito por: Isaac Malheiros

Fuente original: adventistas.org/es